A partir de algunas opiniones disonantes con respecto a la reciente Guía didáctica para el abordaje de la educación sexual en educación inicial y primaria, elaborada por el Consejo de Educación Inicial y Primaria (CEIP) –por ejemplo, en su espacio radial el arzobispo de Montevideo, Daniel Sturla, dijo que el material deslegitima el rol de los padres en la crianza de sus hijos, además de instalar la “ideología de género” de forma autoritaria– vale hacer algunas consideraciones.
La educación sexual no es un producto exclusivo de los gobiernos de izquierda, sino que tiene existencia desde el primer día en que alguien construyó un relato en torno a la sexualidad propia o ajena y se la transmitió a otro.

Hemos estado poniéndola en práctica todo el tiempo, mucho antes de su proceso de institucionalización en la currícula de la educación formal. Digo “hemos” porque estas narrativas son colectivas y aparecen en el disco duro de cada persona sobre cómo aprendió sobre sexualidad, más allá de la propia iniciación sexual, el pasaje por la pubertad o la elección de un método anticonceptivo.
En ese sentido, la familia tuvo un rol protagónico en esta tarea y los resultados muestran que solos no alcanza, que no todos podemos y sabemos, y que aún falta. Sí, cada vez que no respondemos una pregunta que un niño hace, estamos haciendo educación sexual, también cuando se muestra quiénes asumen los cuidados y el trabajo doméstico. También lo hacemos en cada discurso que asume que los varones sólo gustan de mujeres, que la diversidad es un fetiche de estos tiempos, que criar a niñas es más difícil, que hablar de genitalidad no es tan importante y que las mujeres no llegan a la política porque no quieren.
Estos modos de pensar el mundo y mi propio mundo erótico y afectivo se construyen siempre desde las figuras de apego. Quienes nos crían, nos cuidan, nos maternan (sin importar la composición genital de quienes asumen los roles) son constitutivos para aprender y aprehender sobre el amor a los otros y, ante todo, a nosotros mismos.
El mimo, la palabra recibida, el ambiente en el que crecemos también nos van enseñando algo sobre el querer, el ser y el sentir. Nuestro esquema corporal nace de la forma en que nos reconocen, desde cómo nos dicen que es crecer, madurar y hasta amar. Padres, madres, abuelos, cuidadores, hermanos y tutores nos educan en la vida y en la sexualidad, porque estar sexualmente activo es estar vivo y no sólo estar en la cama con otro, como nos han enseñado.
Hasta en la charla más informal surge que somos muchos los que aprendimos a los ponchazos, porque los modelos de educación sexual tradicional también nos han dicho que aprender a ser más libres puede avivar giles. Quienes estaban en casa, que también aprendieron a los golpes, prefirieron el silencio como estrategia pedagógica y mejor ver los pingos en la cancha, entendiendo a la cancha como el lecho. Total, no está muerto quien se reproduce. Ahí comienza la espiral en la que empezamos a pegar manotazos de ahogado, preguntando a los pares que tampoco saben, buscando en internet, eligiendo el porno como asignatura y, ante todo, dudando, explorando a oscuras, jugando con el azar.
Pero entender sobre mi identidad, mi orientación del deseo, mi expresión de género, mi cuerpo y mis relaciones no puede ser una lotería en la que algunos ligan con una educación sexual más o menos honesta y otros quedan regalados a ver qué sale. No. Es constante leer cómo los dolores de la exclusión, la violencia y el silencio operan en nuestros cuerpos. Quienes trabajamos educando en sexualidad nos encontramos a diario con la memoria emotiva de una historia vieja que late como si hubiera sido ayer. Por algo no hay cosa que nos fascine más que hablar sobre sexo. Bajo la excusa del chiste, el juego o la burla, se cuela la necesidad infinita de poner en palabras lo que nos pasa, lo que no sabemos, lo que nadie nos contó.
La escuela aparece como la aliada perfecta para democratizar este acceso a la educación sexual como derecho humano. Hablo de “alianza” en tanto es bastante obtuso pensar que la escuela les va a ganar a quienes crían todos los días del año, no sólo de marzo a diciembre. Lo interesante es cómo la geometría, la historia y el idioma son especificidad de las maestras, pero la educación sexual, entendida como un campo multidisciplinar, sólo se debe enseñar en casa. Nunca nadie se organizó para pelear por una mayor presencia de mujeres en los textos de historia o para decir que en biología poco se enseñó sobre el clítoris. Pero problematizar en una guía sobre cómo nos enseñan a ser mujeres y varones, eso sí es un atentado a la laicidad. Como si cuando se separa el acceso a los baños, se diferencia el uso del espacio recreativo o el acceso al deporte no se estuviera aprendiendo sobre masculinidades y feminidades.
Los propios miedos con los que aprendimos entienden que invadir el cuerpo del otro desde el deporte no es problemático, pero un masaje, una danza o un contacto corporal de palmas es peligroso. Otra evidencia del adultocentrismo con el que entendemos la sexualidad.
Las críticas a la guía poco recurren a disidencias conceptuales o metodológicas. Bueno hubiera sido encontrarnos en el debate, pensar juntos asumiendo cómo mayormente cada uno analiza la experiencia educativa desde la matriz con la que le enseñaron a aprender. La guía del CEIP pone el acento en lo que piden niños, maestras y la gran mayoría de las familias: una educación relacionada con la vida de las personas, en la que la diversidad es entendida como la valoración de la singularidad de los contextos donde se nace y se vive. El problema no está en reconocer que la homosexualidad es una posibilidad tan válida y “natural” como la heterosexualidad, o en entender que a quienes asumen una identidad trans poco les importan los genitales con los que nacieron para sentirse mujer o varón.
Lo jodido es pensar que promover la libertad para desear es un ejercicio abusivo de poder sobre lo que ya han sentido las personas, desde el inicio de la humanidad hasta ahora y mucho antes de las siglas LGBT. Se trata de reconocer lo que siempre existió y existe.
Hablo de transformar y pensar en base a nuestros deseos, en la promoción de la salud física y emocional de cada uno, para cada comunidad. Por eso, cada sugerencia didáctica está planteada desde el diálogo escuela-familia. Nadie es más que nadie, la maestra media el aprendizaje con sus saberes, pero siempre será la familia el puerto donde el niño amarre más tiempo. Pero si los adultos no pueden, no quieren o no lo creen necesario, es la escuela la que debe garantizar el reconocimiento de niños, niñas y adolescentes como sujetos de derecho y, por ende, a sus derechos sexuales. Si al leer “derechos sexuales” lo primero que nos viene a la cabeza es una relación sexual coital y heterosexual, seguramente nos hubiera venido bien pasar por estos aprendizajes en la escuela. La educación sexual llegó hace rato.