LO MAS DESTACADO DE LA SEMANA, según Juan Cejudo (II)
JOSÉ ARREGUI, REFLEXIONA SOBRE LA RENUNCIA DE BENEDICTO XVI
El Blog de José Arregui
La
Iglesia vuelve a ser espectáculo, no buena noticia. Y así seguiremos en
los próximos meses. ¡Qué pena en un mundo tan necesitado de consuelo y
esperanza! Que un papa, a los 85 años y enfermo, se despoje de la tiara y
descienda del trono, renunciando al poder religioso más arbitrario y
absoluto jamás imaginado, ¿qué tiene de extraño en los tiempos que
corren? Tiene de extraño que se limite a eso: a una renuncia personal.
Y, sin embargo, ha sido celebrada por clérigos y laicos bien
intencionados como un gesto de libertad, valentía y dignidad, e incluso
de humildad.
No niego que lo sea. Es digno y humano
decir: “No tengo fuerzas, no puedo más”, o decir también: “Estoy harto
de este mundo vaticano y me voy”. ¿Y quién sabe si no ha sido más lo
segundo que lo primero? Ha sido valiente y libre al hacer frente a las
presiones de muchos curiales que querrían seguir aprovechando la
debilidad del pontífice para seguir ejerciendo su poder en la sombra.
Pero ¿su renuncia no constituye a la vez un acto de rendición frente a
esa oscura maquinaria de poder que es el Vaticano? Es humano que un papa
anciano y enfermo se retire a un monasterio de clausura para dedicar
sus últimos años a disfrutar en paz orando, leyendo, escuchando música y
tocando el piano. Pero ¿no es también una dejación haberse retirado sin
antes saldar de una vez las pesadas cuentas del papado ante la Iglesia y
la historia?
No reprocho nada a su persona. Es un hombre de gran calidad humana.
No hay más que mirar sus ojos limpios llenos de inteligencia, su sonrisa
diáfana, su estilo discreto, su falta de ambición, su trato bondadoso y
afable. Pero la persona es inseparable del papel que desempeña dentro
de un sistema, y en el caso del papa es inevitable que la persona, por
admirable que sea, quede aplastada por un papel y un poder desorbitado,
dentro de un sistema perverso: un papa elige a los cardenales que
elegirán al siguiente papa, el cual impondrá a todos como voluntad
divina lo que son en realidad sus propios criterios personales. Así es
como Benedicto XVI, primero por mano de Juan Pablo II y luego por su
propia mano, ha enterrado lo mejor del Vaticano II y ha ahondado el
abismo entre la Iglesia y el mundo de hoy. Todo por voluntad divina.
Ahora se va del Vaticano dejando intacto un sistema esencialmente
corrupto. La tiara y el trono, la terrible infalibilidad, el terrible
poder absoluto, siguen intactos, esperando al siguiente candidato. Y no
faltarán aspirantes. Ya se traman oscuras estrategias, ya se urden
alianzas, ya se hacen quinielas. Se maquina y se conspira. Es pura farsa
mediática, pura pornografía religiosa. Y cuando salga la fumata blanca
dirán: “El Espíritu Santo ha elegido”. Más obsceno todavía.
¿Qué ha sido de las palabras de Jesús, el profeta de Galilea libre,
itinerante y compasivo, amigo de los últimos? “A nadie llaméis santo, a
nadie llaméis padre, a nadie llaméis señor. Todos vosotros sois
hermanos. Buscad cada uno el último puesto”.
Yo hubiera deseado que Benedicto XVI, antes de renunciar, hubiera
hecho uso de sus poderes absolutos para poner fin a este sistema,
promulgando un escueto decreto que rezara más o menos así: “En virtud de
los poderes divinos que se han atribuido al obispo de Roma solo a
partir del siglo XI y que el Concilio Vaticano I en el s. XIX elevó a
categoría de dogma, yo, Benedicto XVI, un hombre como otro cualquiera
pero papa todavía, defino solemnemente que el poder universal y la
infalibilidad atribuidos al papa son doctrina humana y errónea. Y por
este decreto declaro abolido el modelo monárquico del papado como
contrario al Espíritu que animaba a Jesús de Nazaret y que sigue
inspirando a hombres y mujeres de todos los tiempos y culturas, más allá
de confesiones y religiones, para respiro y salud de la vida”.
Todo esto puede parecer un delirio. Pero la renuncia de un papa
servirá de muy poco mientras siga en pie el modelo medieval del papado.
Para orar
DEJA LA CURIA, PEDRO
Deja la curia, Pedro,
desmantela el sinedrio y la muralla,
ordena que se cambien todas las filacterias impecables
por palabras de vida, temblorosas.
Vamos al Huerto de las bananeras,
revestidos de noche, a todo riesgo,
que allí el Maestro suda la sangre de los Pobres.
La túnica inconsútil es esta humilde carne destrozada,
el llanto de los niños sin respuesta,
la memoria bordada de los muertos anónimos.
Legión de mercenarios acosan la frontera de la aurora naciente
y el César los bendice desde su prepotencia.
En la pulcra jofaina Pilatos se abluciona, legalista y cobarde.
El Pueblo es sólo un «resto»,
un resto de Esperanza.
No Lo dejemos sólo entre guardias y príncipes.
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