A UNA CRISTIANA
DIVORCIADA
José Arregui,
teólogo.
No te
conozco, pero tu rostro sufriente es el de muchas y con eso me basta. También a
Jesús le bastaría, pero él además conoce tu rostro y tu nombre y, si tú se lo
permites, posará dulcemente sus labios en tu frente, y le contarás tus penas. Tú
le harás feliz y él aliviará tus penas.
Nada
sé de ti sino el dolor de un amor frustrado (¿a quién le importan las razones?)
y el doble dolor de no poder comulgar porque compartes tu vida con otro
compañero; el Derecho Canónico te llama adúltera, y te prohíbe acercarte a la
mesa de Jesús. Así de inhumano puede ser el Derecho Canónico cuando pone
cualquier ley por encima de la carne que goza y sufre; cuanto más sagrada se
considere, más perversa es la ley. Así de inhumana puede ser la Iglesia cuando
alza los cánones por encima de las personas con sus penas y su
dicha.
Yo te
aseguro, amiga, que Jesús te besa en la frente y te dice: “¿Cómo puedes dudar en
venir a recibirme, amiga mía, si soy yo quien siempre está deseando recibirte?
¿Por qué vacilas en compartir mi pan, si lo que más me gustó siempre fue comer
con gente tachada de pecadora por leyes hipócritas y por ello fui yo también
condenado? Un día me sentí especialmente seguro del Dios de la vida y me brotó
del alma una sentencia redonda que los canonistas puntillosos jamás han
entendido: El sábado es para el ser humano y no el ser humano para el sábado (Mc
2,27) (decir “el sábado” era para nosotros, los judíos, como decir la ley más
sagrada e inviolable, ¡imagínate!).
Creo
que, vagamente, tenía tu rostro ante mí cuando pronuncié esa máxima rotunda y
feliz. Y fueron historias como la tuya las que inspiraron al profeta Isaías
aquel oráculo divino que siempre llevé grabado en las entrañas: Misericordia
quiero y no sacrificios (Mt 9,13). Yo no quise decir otra cosa en las parábolas
de mis días más inspirados. No hagas caso, pues, de normas inhumanas, déjate
llevar libremente adonde el corazón te guíe.
Invítame, por favor, a tu mesa y
saborearemos juntos el pan y el vino santos de
Dios”.
Así
te habla Jesús, amiga. Así hablaba a todas las personas heridas: Venid a mí,
todas las que estáis fatigadas y agobiadas, y yo os aliviaré (Mt 11,18). Claro
que no faltará quien te recuerde, con mejor o peor intención, que Jesús prohibió
a un hombre separarse de su mujer e irse con otra, y a una mujer separarse del
marido e irse con otro: Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre (Mc 10,9).
Sí, es probable que Jesús hablara así, y no dejará de recordártelo cualquier
canonista severo, y puede que algún clérigo sin entrañas te niegue
ostensiblemente la comunión cuando te acerques a la mesa de Jesús, hambrienta
del cuerpo de Dios.
No te
aflijas por ello, no se lo tomes a mal, y busca en paz a alguien -serán
innumerables- que te dé la comunión tan gustosamente como te la daría Jesús,
porque él nunca se la negó a nadie, a nadie se negó, eso sí que no. Es más, el
pan y el vino que compartes en casa con tu compañero, consagrados por vuestro
amor, ya son para ti el mismo Jesús.
Y si
te encuentras de frente con el clérigo o el teólogo inflexible, dile sin acritud
y con firmeza: “Amigo, Jesús te ordenó solemnemente que, si te abofetean en una
mejilla, presentes la otra (Mt 5,39). ¿Acaso lo cumples? Y si no lo cumples,
¿cómo es que vas a comulgar? Jesús te ordenó que, cuando un hermano tenga algo
contra ti, no te acerques al altar sin haberte reconciliado primero (Mt
5,23-24). Yo tengo algo contra ti, porque tú me señalas con el dedo y me niegas
la comunión y me hieres el alma.
¿Cómo
te atreves a presentar tu ofrenda en el altar y a tomar el pan consagrado? ¿Te
parece acaso que esos mandatos de Jesús son menos importantes que la
indisolubilidad del matrimonio?
Recuerda, amigo: Misericordia quiero, y no sacrificios. Y recuerda que el sábado se hizo para el ser humano y no el ser humano para el sábado. Y comprende que si Jesús quiso que marido y mujer no rompieran, no fue para cumplir ningún mandato divino, menos aún para aumentar dolores en el mundo, sino en todo caso para ahorrarlos.
Recuerda, amigo: Misericordia quiero, y no sacrificios. Y recuerda que el sábado se hizo para el ser humano y no el ser humano para el sábado. Y comprende que si Jesús quiso que marido y mujer no rompieran, no fue para cumplir ningún mandato divino, menos aún para aumentar dolores en el mundo, sino en todo caso para ahorrarlos.
Yo
creo que Jesús nunca quiso salvar el amor en abstracto -¿tú quieres acaso
defender los derechos del amor abstracto, del amor en general, o del amor por
decreto? Un amor así yo no me lo puedo ni imaginar, ni puedo concebir que le
guste a Dios-. Yo creo que a Jesús le interesaba solamente el amor de carne y
nombre propio. Y creo que el dolor y la dicha fueron siempre su razón y su
criterio”.
Amiga, no te garantizo que con
estos argumentos vayas a persuadir al canonista o al clérigo. Entonces, puedes
decirles que si Jesús insistió en que la pareja – en aquel tiempo no había
todavía “matrimonio canónico” – no se ha de romper, fue ante todo para que la
parte más débil -entonces ciertamente la mujer- no se quedara tirada en el
camino, pues aún no existían ni las calles.
O
puedes simplemente refrescarles la memoria, recordarles la historia, ante la que
no resiste ninguna norma absoluta. Puedes decirle, por ejemplo, que ya en los
orígenes San Pablo y San Mateo, ellos al menos, admitieron excepciones para la
supuesta “indisolubilidad” impuesta por Jesús: Pablo en el caso de parejas
mixtas que no pueden vivir en paz (1 Cor 7,15), Mateo en el caso de “unión
ilegítima” (Mt 19,9). Si ellos se permitieron esas excepciones – sobre cuyo
alcance concreto no cesan de discutir los expertos-, ¿por qué nosotros no
podremos permitirnos hoy las nuestras?
Siguiendo su mismo lenguaje, ¿hay
alguna unión más ilegítima que aquella en que el amor ya no existe y que no
permite vivir en paz? Ésa es la pregunta decisiva, más allá de todos los cánones
sagrados. Ése es el criterio evangélico y por haberlo olvidado -y para salvar el
canon de la indisolubilidad-, nos hemos enredado en disquisiciones sobre la
“nulidad” y en complejos procesos eclesiásticos cuyo desenlace depende
directamente de las habilidades del abogado, las recomendaciones que uno tenga y
los dineros que pueda uno gastar.
No,
amiga. Es más sencillo. Dios nos llama a vivir en paz. Cuida el amor cuanto
puedas, y cuando lleguen borrascas, procura salvarlo por tantas razones. Si amas
y vives en paz con tu compañero o tu compañera, aun en medio de los conflictos
cotidianos, eres sacramento de Dios. Pero si en tu primera pareja, por lo que
fuera, han desaparecido el amor y la paz, habéis dejado de ser sacramento de
Dios.
Y si,
en el incierto camino de la vida, has encontrado un nuevo compañero (o
compañera, no lo sé), y se van curando tus heridas, y vuelves a amar y
reencuentras la paz compartiendo el cuerpo y la vida, entonces eres de nuevo,
sois de nuevo sacramento de Dios, aunque el Derecho Canónico te diga lo
contrario.
Comulga en paz, amiga. Mastica
despacio el pan en tu boca. Saborea a Jesús, a Dios, saborea la
vida.
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